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Pero la táctica promocional más pura y espectacular, el gancho que captaría la atención del cliente a través de su imaginación, todavía no estaba a la vista, ni siquiera en Estados Unidos.

Para desencadenarlo sería necesaria la crisis de 1929, que provocaría que el consumo de combustible se contrajera drásticamente y, por tanto, aumentaría la competencia entre los productores a niveles nunca vistos. Así, mientras el ama de casa americana empezaba a encontrar pequeños obsequios en los envases de muchos productos, quien se detenía en la estación de servicio para repostar también podía esperar quedar encantado con un pequeño obsequio que le entregaba el dependiente.

Un amuleto de la buena suerte, un llavero, una caja de cerillas personalizada o incluso un juego de saleros y pimenteros con forma de surtidores de gasolina; o incluso una alcancía, un cenicero, un encendedor, todos los cuales, naturalmente, llevaban la marca de la empresa o, incluso, estaban modelados según la forma misma de la marca.

Un aspecto importante de estos regalos era que estaban hechos de un nuevo material capaz de dar vida, a un coste razonable, a la fantasía: el plástico.

Los obsequios promocionales han sido, desde entonces, una herramienta de venta habitual en el mundo de los combustibles.

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